jueves, 4 de febrero de 2010

CUENTO SIN MORALEJA

Julio Cortazar

Un hombre vendía gritos y palabras, y le iba bien aunque encontraba mucha gente que discutía los precios y solicitaba descuentos. El hombre accedía casi siempre, y así pudo vender muchos gritos de vendedores callejeros, algunos suspiros que le compraban señoras rentistas, y palabras para consignas, eslóganes, membretes y falsas ocurrencias.

Por fin, el hombre supo que había llegado la hora y pidió audiencia al tiranuelo del país, que se parecía a todos sus colegas y lo recibió rodeado de generales, secretarios y tazas de café.

- Vengo a venderle sus últimas palabras -dijo el hombre-. Son muy importantes porque a usted nunca le van a salir bien en el momento, y en cambio le conviene decirlas en el duro trance para configurar fácilmente un destino histórico retrospectivo.

- Traducí lo que dice -mando el tiranuelo a su intérprete.
- Habla en argentino, Excelencia.
- ¿En argentino? ¿Y por que no entiendo nada?
- Usted ha entendido muy bien -dijo el hombre-. Repito que vengo a venderle sus últimas palabras.

El tiranuelo se puso de pie como es de práctica en esas circunstancias, y reprimiendo un temblor mando que arrestaran al hombre y lo metieran en los calabozos especiales que siempre existen en esos ambientes gubernativos.

- Es lastima -dijo el hombre mientras se lo llevaban-. En realidad usted querrá decir sus últimas palabras cuando llegue el momento, y necesitaría decirlas para configurar fácilmente un destino histórico retrospectivo. Lo que yo iba a venderle es lo que usted querrá decir, de modo que no hay engaño. Pero como no acepta el negocio, como no va a aprender por adelantado esas palabras, cuando llegue el momento en que quieran brotar por primera vez y naturalmente usted no podrá decirlas.

- ¿Por qué no podre decirlas, si son las que he de querer decir? -pregunto el tiranuelo, ya frente a otra taza de café.

- Porque el miedo no lo dejara -dijo tristemente el hombre-. Como estará con una soga al cuello, en camisa y temblando de terror y de frio, los dientes se le entrechocaran y no podrá articular palabra. El verdugo y los asistentes, entre los cuales habrá algunos de estos señores, esperaran por decoro un par de minutos, pero cuando de su boca brote solamente un gemido entrecortado por hipos y suplicas de perdón (porque eso si lo articulara sin esfuerzo) se impacientaran y lo ahorcaran.

Muy indignados, los asistentes y en especial lo generales, rodearon al tiranuelo para pedirle que hiciera fusilar inmediatamente al hombre. Pero el tiranuelo, que estaba-pálido-como-la-muerte, los echo a empellones y se encerró con el hombre para comprarle sus últimas palabras.

Entretanto, los generales y secretarios, humilladísimos por el trato recibido, prepararon un levantamiento y a la mañana siguiente prendieron al tiranuelo mientras comía uvas en su glorieta preferida. Para que no pudiera decir sus ultimas palabras lo mataron en el acto pegándole un tiro. Después se pusieron a buscar al hombre, que había desaparecido de la casa de gobierno, y no tardaron en encontrarlo, pues se paseaba por el mercado vendiendo pregones a los saltimbanquis. Metiéndolo en un coche celular lo llevaron a la fortaleza y lo torturaron para que revelase cuales hubieran podido ser las últimas palabras del tiranuelo. Como no pudieron arrancarle la confesión, lo mataron a puntapiés.

Los vendedores callejeros que le habían comprado gritos siguieron gritándolos en las esquinas, y uno de esos gritos sirvió mas adelante como santo y seña de la contrarrevolución que acabo con los generales y secretarios. Algunos, antes de morir, pensaron confusamente que en realidad todo aquello había sido una torpe cadena de confusiones, y que las palabras y los gritos eran cosas que en rigor pueden venderse pero no comprarse, aunque parezca absurdo.

Y se fueron pudriendo todos, el tiranuelo, el hombre, los generales y secretarios, pero los gritos resonaban de cuando en cuando en las esquinas.

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